"Si quieres entender los secretos del universo, piensa en términos de energía, frecuencia y vibración". Frase atribuida a Nikola Tesla
Diría que uno de los días más reconfortantes de mi vida fue aquel en que me rendí y renuncié a mi necesidad obsesiva de convencer a nadie de nada. Reconozco que no hace tantos años de eso. Antes, en mi etapa pre-chilena, había sido una tirana dialéctica que no dejaba escapar al interlocutor que objetase mi opinión sin buenos argumentos. “Que por qué, que dame mejores razones, que lo que yo digo es así, que tu opinión no tiene fundamento, que te iría mejor cambiando de idea, que no sabes de qué hablas”, en fin… una tocapelotas insoportable. Lo lamento por mis víctimas.
En realidad, mi conversión empezó un día y culminó otro. El primero fue cuando entendí lo de los procesos y ritmos personales. Resulta que cada uno vamos a una velocidad distinta para incorporar determinadas enseñanzas y casi siempre necesitamos obtenerlas por nosotros mismos cuando estamos preparados. A todos nos ha pasado, que te sale una pareja que según tus padres es un error. Ellos lo ven claro, te lo dicen por H y por B, por arriba y por abajo, a las buenas y a las malas, pero tú, erre que erre, quieres seguir con él, para comprobar finalmente que, en verdad, aquello no tenía futuro. Pero tenías que verlo tú, porque de otro modo, te estarías traicionando y eso es mucho más imperdonable, lo de pasarte la vida preguntándote ¿y si hubiera funcionado? Además, acabarías reprochando a tus padres su insistente consejo porque quizá con la siguiente pareja te fue igual o peor. Cada cual es dueño de sus decisiones y así debe ser. Pero también de sus problemas, sus desafíos vitales y sus creencias. Que mi amiga va directa a chocarse contra un muro, que yo lo veo y ella no; que acelera, que le digo que frene, que gire, que salte del auto; que no me hace caso… Y yo me angustio, me lleno de ansiedad, de pena, de agobio. Y mi amiga se estrella, se rompe los dientes, se abre la cabeza y se come el hormigón de la pared. Pero no se mata, oye, y cuando se recupera, es otra. Ahora es una experta en muros de hormigón, trabaja para una gran constructora y se toma la vida con mucha más calma. Entonces ¿quién era yo para quitarle de en medio ese muro que iba a convertirse en su maestro más sublime? ¿Y si su alma necesitaba justo ese aprendizaje que no habría obtenido de otro modo? Está bien avisarla de que el muro tiene pinta de estar duro, pero es suficiente. En última instancia, al menos para los creyentes, y como dijo mi madre antes de morir, “lo de morirse no es para tanto”. Pues bueno, cuando entendí eso de que el error es un maestro extraordinario, me sentí como terminando un triatlón inhumano o soltando una losa que cargaba por décadas sobre el lomo. Solté mi “complejo de Mesías”. Que no, que no me toca a mí salvar a nadie, que eso es bien soberbio y, además, no sirve, porque solo aplazo una lección que el otro tendrá que superar más adelante.
Pero el remate de este aprendizaje mío llegó el día que escuché aquella hipótesis que, si bien, no tiene nada de científica, a mi mente y a mi intuición le encajaron como si fuera la sucesión de Fibonacci. La comparto como ilustración de mi revelación final y conecta también con la frase de Tesla que subtitula este artículo. Dicha hipótesis sugiere que nuestro campo electromagnético estaría cargado de información invisible (¿energética?, ¿fotónica?) con potencial para “conversar” con otros campos con los que se cruza. Ahora bien, la calidad de nuestra información dependería de nuestro nivel de coherencia interna. Si somos muy coherentes, nuestro campo estará repleto de respuestas de las que beberán los campos de las personas con las que me encuentre, en función de las dudas inconscientes que ellas tengan y necesiten resolver. Por ejemplo, si yo, la ignorante, me cruzo con un mentor rebosante de sabiduría silenciosa, aunque hablemos del clima, del fútbol o de lo que comen las amebas en invierno, nuestros campos tendrán una conversación bien distinta. Y resulta que cuando regreso a mi casa, durante la ducha, me pongo meditabunda y… de repente grito “¡eurekaaaa!” Justo en ese instante se me ocurre una empresa rentable que encaja 100% con mis talentos. O encuentro explicación a una duda eterna que me atormentaba. O mi espalda se sana de aquel dolor que me martirizaba por semanas. O decido que debo dejar definitivamente al cucaracho de turno. Por supuesto, jamás voy a relacionar esa repentina lucidez con el encuentro que tuve con aquel supuesto sabio, sin embargo, algo nuevo sucedió y algo se ordenó en mí. Es decir, que, según esta especulativa hipótesis, cuando uno forja un trabajo consciente de crecimiento personal a fin de hacer coincidir lo que piensa, lo que siente, lo que dice y lo que hace, ojalá con alguna concepción luminosa y benevolente de la realidad, todo su campo emitiría una energía con cierta capacidad de afectar positivamente el campo de los demás. Me pregunto si sería por eso que, en las crónicas de distintas religiones, consta la biografía de santos que con sólo “tocarlos”, daban sanación. Quizá, entonces, aquello no sería ni magia ni milagro. Presiento, en cambio, que hay una ciencia tras esto, una tecnología interior que algún día comprenderemos. Mientras tanto, a mí me hace sentido. Y lo que es mejor: me libera de la necesidad de convencer a nadie de nada, que es mi conclusión del tema de esta columna. Cada cual a su ritmo y todos a enfocarnos en nuestra callada pega interior, para que, al final, podamos hablar de cualquier banalidad entretenida, respetando los procesos de cada uno, mientras nuestros campos electromagnéticos se ocupan de “conversar” lo importante sin mediar palabra ni discusión.
@mireyamachi
RITMOS PERSONALES
Escrito el 01/08/2025
Mysix Radio